Testimonio acerca de la Jornada vocacional convocada en el Año de la fe y celebrada en Roma los días 4-7 julio de 2013
¿Cómo es posible que yo esté hoy aquí, en Roma, entre los creyentes, vestida con un hábito religioso? ¿Cómo es posible que haya acogido, casi sin darme cuenta, el don de la fe? Verdaderamente todo es don de Dios, no me hubiese atrevido ni a soñar lo que estoy viviendo…
No era la primera vez que venía a Roma, había estado otras veces atraída por la belleza del arte, en el viaje de fin de carrera, con mis amigos y hasta para jugar un torneo de fútbol universitario. Entonces solo hablábamos de cómo ganar el campeonato, de cómo lograr una beca Erasmus de investigación en el mejor país, de cómo perfeccionar más idiomas y hasta de cómo ir vestidas en la próxima fiesta para llamar la atención del chico que nos gustaba, planes buenos para el futuro en la sociedad; era evidente que en todos nosotros había tanta sed de amar y ser amados, sed de felicidad, de plenitud…
Pero qué distinto este encuentro en pleno mes de julio. Asombrada me decía: “¡Que eres tú, con tus 24 años, quien está en la Ciudad eterna con hábito, signo de tus deseos de consagración!”. Este era el primer viaje que yo no había decidido hacer por cuenta propia.
Después de 30 horas de autobús desde La Aguilera (España), entro con mis hermanas en la Plaza de San Pedro. Las grandes y magníficas imágenes de los santos parecen envolvernos en amor, ternura y esperanza. Tantas veces había escuchado que la Iglesia es fría, distante, lejana a la realidad o ajena al mundo, pero ahora sé que quien se acerca a ella sin prejuicios se ve inmersa en el abrazo entrañable de Cristo y en el regazo maternal de la Iglesia.
A mi derecha veo un joven vestido con un hábito blanco hasta los pies, se le ve radiante; probablemente muchos se preguntarían al verlo: “Si lo tenía todo, ¿por qué siguió el camino de la consagración?”. A mi izquierda, una hermana que vive entregada a Cristo en la arriesgada misión del Bronx; tantos y tantos rostros que nos sonríen y nos animan; vidas en las que veo la belleza de la vida consagrada y nos hacen presente a Jesús por su alegría profunda, pura y sana. Ante mis ojos se despliega una rica variedad de carismas suscitados por el Espíritu Santo que nos permite vivir la experiencia indudable de que en la Iglesia todos nos pertenecemos y de que el bien de unos es el bien de otros. Mi corazón reconoce agradecido: “Estoy en mi Madre Iglesia, tierra de vivientes, ‘uno por uno todos hemos nacido en ella’ (Sal 86, 5)”.
Comienza nuestra peregrinación en el Castel Sant’Angelo bajo una lluvia suave y mansa que cae sobre nosotros y parece sugerirnos que nos dejemos sencillamente hacer y empapar por el Espíritu Santo.
La larga cadena de creyentes avanza hacia la tumba de San Pedro donde nos vamos arrodillando para confesar nuestra fe, proclamando el Credo con un solo corazón y una sola voz, aunque en una multitud de lenguas. Y, al pronunciar el “Amén” final, es fácil reconocer que mi “Amén” es sostenido por el de tantos santos de ayer y de hoy que se han dejado prender por el Espíritu y nos invitan a tomar con nueva decisión la antorcha de la fe. En esta comunión sin tiempo crece en mí la certeza de que nunca hemos estado solos, la Iglesia orante nos ha sostenido. Formo parte de una historia de salvación, amor, perdón, entrega y santidad.
El Aula Pablo VI me parecía un nuevo Pentecostés. Antes de que comenzase el encuentro con el Papa, compartíamos entre nosotros cómo nuestras inquietudes, nuestro seguir a los Papas en las Jornadas mundiales de la Juventud a tantos lugares —Sydney, Colonia, Madrid—, nuestras búsquedas respondían a la sed más profunda de nuestro corazón. Reconocíamos ahora, llenos de gratitud, una misma experiencia: que esa sed no es un castigo, la sed es don porque no ha dejado que nos conformáramos hasta encontrarnos con Jesús, Fuente de vida verdadera y eterna, el único que puede llevar nuestra existencia a la plenitud a la que hemos sido destinados.
Las palabras y la mirada del Papa Francisco me hicieron sentir amada tal y como era. No teníamos que tratar de caer bien ni “dar la talla” ante nadie. No se esperaba de nosotros lo que tantas veces nos exige la sociedad: que seamos jóvenes que se ‘comen’ el mundo, con un imponente currículum, rompiéndonos en la competitividad para llegar a ser valorados y amados. El Papa nos hablaba de la verdadera alegría, la que brota del encuentro con Cristo y que nos abre a la entrega en servicio a la Iglesia y a todos; una alegría fecunda que contagia.
“¿Quieres entregar tu vida para siempre a Jesucristo?”. Con esta pregunta del Papa grabada en nuestros corazones, comenzamos el rezo del Rosario por los Jardines vaticanos. Impresionaba estar pisando los jardines que tantos papas, tantos santos, han regado con sus oraciones y sufrimientos por la Iglesia y por todos y cada uno de los hijos de Dios. Me emocionó pensar que estábamos unidos también especialmente a Benedicto XVI en la oración por la Iglesia. Sí, en él hemos visto y con él creemos que “quien se entrega a Cristo no pierde nada, nada, absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande” (Benedicto XVI).
En esta Jornada vocacional creo que he perdido algo que deseo con todo mi corazón no recuperar jamás: ¡el miedo a la santidad! Los santos me parecían personas tan grandes, tan inaccesibles, como si fuesen de una “pasta especial”, y yo me veía tan pequeña… Así, el último día, postrada ante la tumba de Juan Pablo II, recordé sus palabras: “No tengáis miedo a ser los santos del tercer milenio, abrid las puertas a Cristo de par en par”, y supliqué al Señor: “No pases de largo, hoy quiero renovar más firmemente mí sí a Ti, sin titubeos, sin mirar atrás, sin quejas mezquinas ni egoístas”.
El lema de este encuentro era: “Confío en Ti”. Sí, ¿a dónde iré, Señor? Todo lo puedo apoyada en tu fidelidad.
Gracias, gracias a Dios por tantas personas que con esfuerzo y generosidad han hecho posible esta peregrinación; estoy segura de que a todos nos ha confirmado en el camino hacia la consagración. ¡Qué alegría haber podido compartir el don gozosísimo de haber sido llamados al seguimiento radical de Jesucristo!
Y hoy, cuando estoy escribiendo este testimonio en la capilla de mi casa junto a mis hermanas, el Señor está presente y, en Él, está la Iglesia entera, también la que peregrina en Roma; están todos los rostros que se me ha regalado conocer. En la comunión de Jesús nos seguimos sosteniendo y alentando en la súplica de la perseverancia hasta el fin.
Canto feliz y estremecida la confesión de un don que he recibido por puro amor: soy cristiana en comunión con la Iglesia.
Una novicia de Iesu Communio