MENSAJE DE NAVIDAD 2020
En octubre de 2019, unos meses antes de que la pandemia nos visitase e hiciese tambalear las seguridades en las que nos refugiábamos y con las que adormecíamos tantas preguntas arraigadas en el corazón humano, en algún periódico se podía leer que envejecer es una enfermedad curable y que le podemos plantar cara: “Morir y envejecer no tienen sentido. La muerte será opcional en el año 2045, y el envejecimiento tendrá marcha atrás”.
Aseguraban que en las próximas décadas los hombres moriremos de accidentes, pero nunca de muerte natural. Incluso un médico de un centro de investigación oncológica dejaba claro que ‘él no piensa morir y que, además, en treinta años será más joven que hoy’.
Se decía que algunas empresas ya trabajaban con las miras puestas en la tan deseada inmortalidad, y que, aunque el camino no parecía inmediato, la ciencia alcanzaría la ansiada y saludable vida eterna. Se refería que un magnate había donado 430 millones de dólares para estudiar el envejecimiento con la intención de esquivar su propia muerte. En noviembre de 2019, con motivo de un congreso celebrado en España para dar a conocer los progresos genéticos con el fin de evitar el envejecimiento, un periódico daba este titular: “¿Jóvenes eternos o inmortales?”
Daba la impresión de que el hombre había llegado a la convicción de que podía alcanzar por sí mismo todas las metas que el corazón, en lo más hondo, anhela: vivir para siempre y vivir feliz. Pero… Dios no contaba. Afirmaba Henri de Lubac: “No es verdad que el hombre, aunque parezca decirlo algunas veces, no pueda organizar la tierra sin Dios; lo cierto es que sin Dios no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre; construimos unos contra otros”.
Estamos ante una sociedad del miedo, del miedo a la muerte pero también del miedo a la vida; en una cultura que se contradice: teme la muerte sin amar la vida.
Algunos, en su confusión, tras tantos intentos humanos gigantescos, se vuelven hacia Dios preguntando: ‘¿Dónde estás?’, pero… en realidad, ¿no sería Dios quien debería preguntar al hombre: ‘Dónde estás; tu corazón no está conmigo’?
Y casi repentinamente, con la velocidad de un rayo, el hombre se ha sentido atenazado por un virus que le hace cambiar la vida, las costumbres…
Un virus colapsa los hospitales, donde el triaje se ha visto obligado a dejar a los más débiles sin atender; se lleva por delante vidas humanas, estresa las funerarias y los crematorios; y, sobre todo, el dolor de las familias y los amigos que no han podido despedirse de sus seres queridos. Un microorganismo ha truncado las expectativas de desarrollo de los pueblos y ha sobredimensionado las colas del hambre…
En pocos días viviremos la Navidad, a la que hemos casi asfixiado con abalorios llamativos para maquillar la profunda insatisfacción del corazón humano: luces, colores, músicas, bailes, bebidas y comidas, regalos innecesarios y, a veces, de mal gusto. Y en medio de todo ello ocultamos el mensaje del Niño de Belén que regala lo que el corazón desea y no se compra, porque es regalo de Dios.
El Niño de Belén dice: “Si crees, verás la gloria de Dios (Jn 11, 40) y la verás en tu carne, porque quien cree en Mí, tiene vida eterna (cf. Jn 6, 47)”.
La vida eterna no se compra, no se consigue a base de puños; es un don, un don que se nos regala en la Eucaristía, medicina de inmortalidad: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6, 54). “La Eucaristía es medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo, nuestro inseparable vivir”, escribía san Ignacio de Antioquía en el siglo II. “En la Eucaristía entramos en comunión con el Cuerpo de Cristo resucitado, entramos en el espacio de la vida ya resucitada, de la vida eterna. Bebemos en la fuente de la vida para gozar de la vida sin fin” (Benedicto XVI).
En estos días en que los belenes adornan nuestras iglesias, casas, escaparates y calles, no olvidemos a san Francisco, el “pobrecillo de Asís”, que inauguró esa forma de homenaje donde todo invitaba a fijar la mirada interior en Cristo Jesús, Salvador nuestro, que viene a ensanchar el espacio de nuestro corazón. Y el pobrecillo sabía que la “hermana muerte” ya no es la gran enemiga del hombre, porque Cristo la ha vencido y hace a los creyentes partícipes de su victoria. “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde tu aguijón?” (1Co 15, 55).
Ni los millones donados por magnates ni los avances científicos serán capaces de ofrecer al hombre algo que solo le compete a Dios: la vida eterna para nuestra frágil carne, como estamos experimentando en las presentes circunstancias.
Y cuando la vida eterna se hace aquí carne en el hombre, hace presente a Dios con el amor entregado y derramado en las personas que nos rodean, con sus carencias; carencias de bien, de pan, de salud, de amor, de sentido. Sus rostros gritan el deseo de una mirada compasiva que los levante, el anhelo de ser reconocidos como la criatura a la que su Creador ha amado por sí misma.
Nuestra mirada y nuestra manera de vivir en Cristo no pueden sino transmitir a cada uno el sentir de Dios para que en cada momento de la vida que Dios nos regala pueda escuchar: “¡Es bueno que tú existas!”. Y la tarea merece todas nuestras fuerzas, todo nuestro empeño, porque de esa manera nos hacemos bien a nosotros mismos, o mejor, porque de esa manera Dios nos hace bien y nos abastece con sus dones.
‘¿Dónde estás, Señor?’: “Os lo aseguro, cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Dios se ha hecho hombre. El Dios encarnado ha tomado el puesto del pobre, del más débil para alzarlo. Siendo Dios, ha tomado la condición de niño. El más pobre entre los pobres mendiga nuestro amor: “Os aseguro, cuanto hacéis a uno de estos mis pequeños hambrientos, sedientos, enfermos, excluidos, desnudos, privados de libertad, a Mí me lo hacéis”.
La vida eterna comienza ya en la caridad. Cada gota de amor, de bien gratuito tiene un valor infinito que no se puede medir: el Salvador se dio a Sí mismo por nosotros.
Bien sabemos que en la tarde de la vida solo queda el amor. San Juan Pablo II decía así: “Solo el amor me lo ha explicado todo. El hombre no puede vivir sin amor; él es para sí mismo un ser incomprensible, su vida está vacía de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo” (Redemptor hominis, 10).
Ojalá estas Navidades sean un despertar del olvido de Dios y un reconducirnos a la memoria de Dios y a su promesa de vida abundante: “Yo he venido para que tengan vida, vida en abundancia” (Jn 10, 10).
Feliz Navidad, os deseamos todo Bien; que la presencia del Dios Amor reine en vuestras vidas, en vuestros hogares.
Vuestras hermanas de Iesu Communio