El gozo de ser de Jesucristo y vivir en su Iglesia

Artículo de Juan José Ayán Calvo, Catedrático de la Facultad de Teología San Dámaso (Madrid). Publicado en L’Osservatore Romano (edición semanal en lengua española), con motivo de la Misa de acción de gracias por el nuevo Instituto religioso “Iesu communio”.

     Hace algo más de trece años, la hija de una familia amiga decidió ingresar en el Monasterio de la Ascensión de las Damas Pobres de Santa Clara, en la villa burgalesa de Lerma. En algunas personas del entorno familiar, hondamente cristiano, cundió la sorpresa e incluso el disgusto. ¿Cómo aquella joven optaba por la vida religiosa contemplativa en un monasterio, a más de seiscientos kilómetros de su lugar de residencia, donde, por otro lado, existían varios monasterios de vida contemplativa? ¿Por qué en Lerma y no en cualquier otro lugar? A algunos les pareció un capricho “intolerable”, hasta que la acompañaron al monasterio el día de su ingreso. Incluso los más reticentes hubieron de confesar entonces que comprendían la firmeza manifestada por aquella joven en su elección de un monasterio tan concreto y tan lejano.

     ¿Qué vieron? En el locutorio, tras las rejas que a casi todos imponían, aparecía una comunidad de religiosas formada por veinticinco profesas solemnes, siete de las cuales delataban un relevo generacional, iniciado cuando, después de veintitrés años de ausencia de vocaciones, sor Verónica María, con dieciocho años, ingresó en 1984 en el monasterio. Elegida diez años después maestra de novicias, cuando no había ninguna novicia ni postulante, tenía ahora bajo su responsabilidad siete novicias y once postulantes. Era un grupo de jóvenes religiosas que irradiaban alegría y explicaban con espontaneidad la causa de la misma: el gozo de ser de Jesucristo y de vivir en la Iglesia. Sin complejos y con libertad dialogaban con quienes habíamos viajado para acompañar a la nueva postulante; el diálogo se hacía interpelación continua para todos, desde los más jóvenes a los más entrados en años. Los rostros mohínos y resignados de los acompañantes se transformaban en gestos de asombro (¿Qué misterio hay aquí?) y de deseo (¡Quién pudiese compartir y hacer suya la experiencia que nuestros ojos están viendo!).

     Después de aquella entrada, tuve la oportunidad de visitarlas junto con don Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid, cuando pasábamos por Lerma en nuestras periódicas visitas al padre Antonio Orbe, s.j., en la enfermería de Loyola. Tuvimos además el privilegio de ser invitados a introducirlas en el siempre fecundo pensamiento de los Padres de la Iglesia; nos percatamos de que tenían una especial sensibilidad para comprensión y sintonía con los más próximos a la época apostólica. Desde esta cercanía que don Eugenio mantuvo hasta su muerte y que a mí se me dio compartir y continuar hasta ahora, constatábamos cómo las vocaciones afluían cada vez más, a la par que no dejábamos de escuchar: “¿Por qué desean ingresar allí y no en otros monasterios?”. La pregunta se repetía con insistencia, y era difícil sistematizar una respuesta convincente, especialmente para los amigos y prisioneros de metodologías y planificaciones. Todo resultaba más fácil diciendo: “Ven y verás”. Allí, las jóvenes percibían algo distinto, encontraban una realidad y una experiencia espiritual que deseaban para sus vidas. Quizás estaba naciendo algo nuevo, sin que esta novedad se deba interpretar en un sentido de minusvaloración con respecto a otras experiencias y formas de vida religiosa. “Mejor” y “peor” no eran claves que permitiesen comprender lo que estaba sucediendo. Sencillamente esas jóvenes, no pocas veces conocedoras de otras realidades, se sentían atraídas a la forma de vida y experiencia religiosa que allí veían, y no a otra.

     Con la llegada de cada vocación aparecían también grupos de personas de los más dispares ambientes y actividades, jóvenes y no tan jóvenes, solteras y casadas, seminaristas y sacerdotes, e incluso religiosos y religiosas. Cada uno en su situación y a su modo se sentía interpelado y conmovido por la experiencia religiosa que transmitían aquellas consagradas. Las palabras que el papa Juan Pablo II, en 1982, había dirigido en Ávila a las religiosas contemplativas parecían adquirir una especial viveza y confirmación: “Consientan vuestros monasterios en abrirse a los que tienen sed. Vuestros monasterios son lugares sagrados y podrán ser también centros de acogida cristiana para aquellas personas, sobre todo jóvenes, que van buscando una vida sencilla y transparente en contraste de la que les ofrece la sociedad de consumo”. En esos encuentros mantenidos en los locutorios, donde era fácil percibir un amor vibrante y contagioso a Jesucristo y a su Iglesia, hay quienes se han vuelto a acercar a la fe y han rehecho desarreglos pequeños y grandes de su vida; otros la han avivado; otros se han visto reconfortados y alentados en su caminar; han sido ocasión incluso de que algunos jóvenes hayan sentido la inquietud y el despertar de la vocación al sacerdocio y a la vida religiosa. Tampoco han faltado las voces -a veces sin el respeto que exige incluso la discrepancia- de quienes no comprendían o no aprobaban una realidad que les parecía inauténtica o contraria a las formas en que ellos entendían la vida contemplativa.

     El monasterio de la Ascensión en Lerma resultó insuficiente para acoger el continuo flujo de jóvenes que se sentían llamadas a compartir la experiencia y forma de vida religiosa que se vivía en aquel monasterio. Además las hermanas clarisas del monasterio de Briviesca (Burgos) habían pedido ser recibidas en Lerma, atraídas por la experiencia espiritual que allí descubrían y anhelaban vivir y por la situación precaria de su monasterio.

     Poco a poco habían llegado a ser más de cien religiosas y se hacía necesario buscar una expansión del monasterio que permitiese además generar los espacios adecuados no solo para la vida propia de las religiosas contemplativas sino también para acoger apropiadamente el fluir de peregrinos, con sed de Dios, que acudían cada vez más. En aquellos momentos, la expansión solo se manifestó posible y factible en el monasterio de san Pedro Regalado, cercano a Lerma, que los franciscanos, en un primer momento, estuvieron dispuestos a ceder por treinta años y que, luego, accedieron a vender. Todos estos acontecimientos habían tenido lugar bajo la mirada atenta, el cuidado solícito y el asombro continuo de la Madre abadesa, sor Blanca María, que había ingresado en el monasterio en el año 1962 cuando contaba veinte años de edad. En marzo de 2009, debía cesar en su cargo y no podía ser reelegida por haber cubierto todos los mandatos permitidos por el Derecho, por lo que la comunidad eligió como abadesa a sor Verónica, hasta ese momento maestra de novicias.

     Cuando se concluyeron las obras de adecuación del viejo monasterio de La Aguilera, fue necesario pedir un permiso al Cardenal F. Rodé, Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, para constituir una única comunidad en dos sedes diferentes (Lerma y La Aguilera) y con un único gobierno. En junio de 2009, la petición fue aprobada por tres años a la espera de que la Comunidad, con serenidad, estableciera con claridad lo que se sentía llamada a realizar. Al trasladarse a la nueva sede eran ciento veintisiete hermanas, a las que pronto pidieron sumarse la mayoría de las hermanas del monasterio de Nofuentes. Y no dejaban de acudir jóvenes solicitando ingresar. El nuevo monasterio resultó pronto también insuficiente; la mayoría eran jóvenes religiosas en formación y se hacía necesario habilitar nuevos espacios para seguir acogiendo las vocaciones.

     El Arzobispo de Burgos, D. Francisco Gil Hellín, que seguía de cerca y con celo de pastor el devenir de la comunidad, les aconsejó la ayuda de un especialista que las asesorara a explicitar canónicamente lo que la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada les había solicitado: exponer con claridad lo que se sentían llamadas a realizar. Bajo la solícita y atenta mirada del Arzobispo de Burgos y con la ayuda del Dr. D. Jorge Miras, las hermanas, tras mucha oración y discernimiento, redactaron un documento en el que procuraron plasmar por escrito la experiencia que la comunidad había venido viviendo durante diecisiete años. Bajo la presidencia del Sr. Arzobispo de Burgos, la comunidad aprobó en votación secreta y por unanimidad que el documento fuese presentado a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada.

     El 4 de diciembre de 2010, Benedicto XVI, tras el parecer favorable del Dicasterio, dio su beneplácito a la resolución propuesta por el Prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, que, en un decreto fechado el 8 de diciembre de 2010, dispone, entre otras cosas, que el monasterio autónomo de la Ascensión de Lerma se transforme en un nuevo instituto religioso de Derecho pontificio, denominado “Iesu communio”. La Congregación, a la par que aprobaba sus Constituciones ad experimentum por cinco años, reconocía a sor Verónica Berzosa como fundadora, la confirmaba como Superiora general del nuevo instituto y encomendaba al Arzobispo el especial cuidado y vigilancia de la vida del nuevo instituto, sin perjuicio de la autonomía de vida y gobierno propia de un instituto religioso.

     Las hermanas de “Iesu communio” no han pretendido minusvalorar el carisma de santa Clara, mujer en la que saben reconocer y admirar su amor apasionado por Cristo y por la Iglesia y el brío de su consagración y entrega a Dios; tampoco han estado guiadas por la percepción de que sea un carisma agostado, pues son conscientes de los frutos de santidad que ha producido y que, sin duda, está llamado a seguir produciendo. Sin dejar de reconocer lo que han recibido de san Francisco y santa Clara, han querido ser fieles a lo que Dios ha ido suscitando entre ellas desde hace casi veinte años, al paso de una meditación intensa de la Palabra de Dios, leída en el seno de la Iglesia y destinada a hacerse vida en la existencia de cada hermana y de la comunidad en su conjunto, al hilo de un seguimiento continuo de las enseñanzas de Juan Pablo II y Benedicto XVI, de un conocimiento cálido y vivencial de las grandes intuiciones y logros de la tradición patrística más cercana a la época apostólica y de un acercamiento en actitud arrodillada incluso al pensamiento de algunos maestros de la teología contemporánea. La experiencia de esos años la han sometido en total transparencia al discernimiento de la Iglesia, y esta las ha animado vivamente a continuar el camino.

     Urgidas por el grito de Cristo en la Cruz (“Tengo sed”) y su ardiente plegaria de que todos sean uno, se consagran a Dios en una existencia contemplativa y comunitaria para que el Espíritu las recree a imagen y semejanza de la humanidad de Cristo y las convierta en presencia orante, eclesial, que testimonie el gozo de la vida en Cristo, como el don incomparable mediante el cual Dios quiere enriquecer y colmar de bien a la criatura. No se entienden a sí mismas sin la maternidad de la Iglesia, en la que por el don del Espíritu se acercan a Jesucristo, aprenden a vivir en obediencia al designio de Dios y sienten la llamada a ser presencia de Cristo en el gozo de la unidad y de la comunión. Por ello quieren que, en sus casas, donde se observa una clausura constitucional, no papal, la iglesia y los locutorios sean espacios donde se custodie la presencia del Dios vivo, se celebre la fiesta de la salvación, se comparta la fe en Jesucristo, se acoja a los peregrinos que en grupos reducidos o numerosos quieran compartir y celebrar la fe, y se espere siempre al hijo que regresa agotado, desolado, decepcionado, arrepentido o desorientado. Quieren que sus casas tengan entrañas de Eucaristía, que en ellas se viva del misterio del Pan partido y de la Sangre derramada por la vida del mundo.

     El pasado día 12 de febrero, las más de ciento ochenta hermanas de “Iesu communio” entonaron el Te Deum al concluir la Misa de acción de gracias que, con motivo de su aprobación, presidió D. Francisco Gil Hellín, Arzobispo de Burgos, acompañado del Cardenal-Arzobispo de Madrid, del Nuncio de su Santidad en España, Monseñor Fratini, el Arzobispo de Pamplona y el Obispo electo de Ciudad Rodrigo, junto a cientos de sacerdotes y miles de fieles que quisieron acompañarlas y, sin duda, no dejarán de rezar por ellas para que el Espíritu las guíe y las ilumine en este camino recién iniciado, fruto sin embargo de una larga y paciente andadura. Sólo nos pidieron: “Rezad por nosotras y no dejéis de mirar a Cristo”.